Crónicas
de un lector matagalpino: Mi encuentro con Henry James en el parque.
Por Ernesto Castro Herrera.
Las librerías
en Matagalpa son pequeñas, venden crucifijos y tazas para regalar el día del
oficinista; los estantes están llenos de novelas de autoayuda, y sus precios son,
sin duda, para cafetaleros millonarios. Algunas sólo dicen Ruben Darío o Sergio
Ramírez, si les preguntás por autores nicaragüenses. Es por esto que mi encuentro
con Henry James, este señor altivo de un pasado europeo-norteamericano, se da
en mitad de un parque entre solapas antiguas y cagadas de pájaros.
Son más
de las dos en una tarde del norte. Mi amiga me llama por celular y yo viajo sobre
llantas apretadas, bocinas averiadas, chóferes rancheros, paradas contínuas con
vistas a los cerros, las antenas parabólicas. Mi amiga está aburrida y quiere que
conversemos en el Parque Morazán, pues además de oír mi voz de robot agripado, puede
conectarse con el WiFi público. ¿Y cómo me ha ido? ¿Qué he hecho? Y yo bien, bien.
Leo mucho, me limo las uñas, recito el Código del Trabajo, chateo con gringos
en Doonglle que preguntan qué tal es el turismo en nuestros paraísos genitales.
Ah, pues normal entonces, dice amiga con casi toda su atención en WhatsApp.
¿Qué estás leyendo?
Pregunta
difícil. Yo trato de buscar una respuesta ingeniosa, certera. Quisiera decirle:
pues mirá; estoy leyendo sobre un surrealista japonés drogado, una alemana que come
esmegma de su vagina, la juventud ficticia y tristemente heterosexual de JM
Coetzee, los diarios de una argentina que habla con sombras —«Lo real no tiene por que sastisfacerme»
—, y, sólo por la noche, una historia muy
loca-futurista sobre los dientes de Vladimir Maiakovsky. Quisiera decir esto, pero
sé que ella se quedará gravitando sobre la inconsciencia interplanetaria. Así que
nada más le digo: Leo un par de novelas. Y esa respuesta la satisface, mientras
sigue chateando.
Mi
amiga tiene pocas semanas de haber regresado de Paraguay. Estuvo por un año sirviendo
en una misión cristiana en Asunción, donde aprendió guaraní y muchas citas bíblicas.
Luego de criticar los emojis de WhatsApp, su pasatiempo preferido es tratar
de mormonizarme. Cuando ella se cansa de hablar sobre mí y comienza con El
Profeta Joseph Smith dijo... lo veo.
Lo que
veo: un hombre en edad de canas reumáticas rodeado por un mar de libros. ¿Espejismo
esquizoide? ¿Utopía reminiscente de mis sueños mojados? No; él es real y el
humo de su cigarrillo incinerando mis fosas nasales lo comprueba. Dejo el
parloteo sobre Pedro y los apóstoles de aguas africanas, y voy hacia el anciano
literario. Está a cuatro pasos, en una esquina del parque. Vendedores de Eskimo
y anunciantes de Claro transitan a su alrededor.
Los
libros me llaman: resuenan títulos de las Brontë, García Márquez, Paul Auster,
Michel Houellebecq, Carson McCullers, etc. Y resuenan mis preguntas: ¿Cuánto cuesta
éste? ¿Por qué los vende? ¿No tiene promociones del 15x1? ¿Podría darme Rayuela
a un sexto de precio?
Mi amiga,
temerosa de ser asaltada por bazuqueros circundantes, me sigue en esta travesía
bibliófila. Aunque primero se entretiene con revistas de modas y panfletos beatos,
productos que el anciano literario vende si quiere devengar alguna ganancia. Luego
da algunos vistazos a tomos de Ángeles Mastretta (tienen fotos de hombres gallardos
y sus bigotes mexicanos). A ella no le gustan los libros usados, para ser sincero le gustan muy pocos libros, así que vino para evitar la soledad. Supongo que esa es
la razón por la que también estoy aquí.
Después
de mucho ver, leer contraportadas y lomos, no me decido. El anciano literario
se ofusca y viene en mi auxilio. Apaga su cigarrillo —oh, ven a mí aire puro— y me pregunta si ya he leído a Henry James. ¿Henry James? Pues, he leído su nombre de pasadita en algunas novelas
británicas. Y, bueno, algunos escritores lo
mencionan en sus entrevistas cuando quieren dárselas de eruditos.¿Nada más? Nada más, acepto.
Él da
la vuelta, busca en una mochila mientras se detiene su boina estilo francés, y se me ocurren historias de su vida.
Debe de ser un escritor amargado y pobre que se vio en el extremo de vender los
libros de escritores que admira, pienso. Entonces noto que algunos libros se están pudriendo bajo el sol y las brisas anales
de los pájaros. O quizá es un editor vengativo que vende los libros
de todos los escritores que envidia, concluyo.
Me
trae The American de Henry James en mano. Es una edición en tapa dura, azul oscuro, que huele a
pomadas para las hemorroides. Me enamora. El anciano dice el precio, no regateo
pues la cantidad me convence (creo que se dió cuenta que soy tan pobre como él y me está dando un regalo). Beso mi nueva
adquisición. Con lengua y todo. Mi amiga se cuelga
de mi hombro y dice: Vos tan Henry James y yo tan Sandino. Me enseña un libro
con AKs y montañas revolucionarias de portada. Pium, pium. No lo compra; sólo está haciendo el dundo para no aburrirse.
Nos
despedimos del anciano literario y nos sentamos en una banca de la Plaza Juan Pablo
II, que está al lado del Parque Morazán. Ahí mi amiga googlea «Henry James», pues le
ha quedado la duda. Yo superviso la búsqueda
ansioso por datos raros.
Wikipedia es nuestra lumbrera: Henry James murió de un accidente cardiovascular en el
Reino Unido en el año de 1916. Y era mecánico, dice mi amiga. ¿Qué? ¿Mecánico? No te creo. Sí. Uno de sus libros se llama: Otra vuelta
de tuerca. Coleccionaba destornilladores de estrella y solía untar con grasa de motor sus panecillos
del desayuno. ¡Amaba escribir con el aroma de aceite
quemado en su alcoba! Sí,
cómo no. Golpeo a mi amiga (despacito y suavecito)
para que reaccione: dejá de alucinar.
En realidad,
no podemos saber si Henry James estaba fielmente enamorado de los frenos y aceleradores.
Pero sí que fue un escritor de renombre, cuyas obras
rondaban temas como la inocencia, el arte, el contraste entre la sociedad
americana y la europea, o los fantasmas. Exacto: fantasmas. Precisamente, Otra
vuelta de tuerca trata sobre esto último
(y no: no eran fantasmas de mecánicos
resentidos). James era tartamudo y para solucionar este problema se acostumbró a hablar con lentitud. Muy buen consejo,
dice mi amiga. Lo tomaré
en cuenta cuando tengo exposiciones en la universidad. Sobre su sexualidad poco
se sabe, por lo que suele decirse era indefinida pero con tendencia a gustos femeninos
—o lo que sea que esto signifique.
Sus
primeras obras se caracterizaban por tener un estilo fresco, conciso; no
obstante, cuando comenzó a
utilizar un amanuense se complicaron las cosas. Muchos de sus fieles seguidores
y críticos afirman que ciertos pasajes de sus
obras son claramente ilegibles. Perfecto, dice mi amiga, compraste una novela
que ni siquiera vas a entender. ¡Felicidades!
Yo, atenuado por una minicrisis, clickeo en la búsqueda de información sobre The American. Pero los links
de Wikipedia están
averiados y me redirigen a una película
con el mismo título, basada en una novela del autor
Martin Booth (¿?), que trata sobre un maestro de
asesinos que debe fabricar un fusil francotirador. Ahora entiendo por qué la Wikipedia no es una fuente
confiable, reflexiono.
A ver,
tenemos el libro acá, dice mi amiga. No es necesario buscar nada
en la red. Leamos. Buena idea. Y lee, en una página al azar: «Soy muy débil, muy débil.» Newman se estremeció al oírla. «Esa es una razón más para que usted se entregue a mí» dijo. «¿Por qué se inquieta? No hay nada que deba inquietarla.
Yo sólo le ofrezco felicidad. ¿Es tan difícil creerlo?»
Awww.
Qué
purete, se emociona mi amiga. Ese Newman hasta habla como Jesucristo.
Esa
tarde leemos algunos versículos más de la biblia jamesiana, hasta que el ocaso
anaranjado aparece en el cielo septentrional.