27 de septiembre de 2017

NOCHES DE FOGATA - Un cuento de Ulises Juárez Polanco




“La muerte del autor como descubrimiento o redescubrimiento, como nacimiento —no a manera de vuelta, no hay volver cuando se muere, sino es tan sólo una forma de decirlo—; es decir, se vuelve atemporal y al mismo tiempo presente.

La desaparición física del autor lo hace presente, y de esta forma se desentierra, se levanta desde la profundidad de su tumba donde permaneció todo su tiempo de vida, y así regresa, asomando la cabeza y hablando por primera vez, para muchos, las mismas palabras que dijo siempre.
(…)
Por eso no vale la pena llorar la pérdida de tal o cual autor, porque en realidad ésta no existe, por el contrario, si a su muerte renace, podemos estar seguros que jamás se irá de nosotros, porque la vida es todo eso que no vemos, lo que se esconde detrás de nosotros mismos, en este caso, atrás de esa danza energética que se da al interior de cada uno de los libros de esos muertos tan vivos que siguen dialogando con nosotros los lectores.

Juan Mireles
Escritor Mexicano



NOCHES DE FOGATA

Ulises Juárez Polanco 
Nicaragua

Detrás de ti quedan ahora cosas despreocupadas, dulces.
Pájaros muertos, árboles sin riego.
Una hiedra marchita. Un olor de recuerdo.
 No hay nada exacto, no hay nada malo ni bueno,
 y parece que la vida se ha marchado hacia el país del trueno.
        Joaquín Pasos, “Canto de guerra de las cosas

 Nadie recuerda, niños, cuando comenzó el hambre, los hombres de entonces estaban ocupados de cosas más importantes, como el tamaño de sus pantallas de televisión o el resultado de un juego de fútbol. El más anciano de nosotros, el Abuelo, comparte estampas de aquellos años, cuando era cipote y todavía distinguía a los márgenes de las carreteras parcelas de tierra siendo sembradas y cosechadas por los campesinos, los jóvenes jugando en los ríos y los árboles abrazando el camino. Ahora ya no hay carreteras, ni campesinos, mucho menos cultivos, árboles ríos. Queda la tierra, el polvo que nos cubre. Una extensión de predios sin límites y el polvo que llena todo lo que lo que el ojo ve. El Abuelo vivió ese cambio. Sus padres, dice él, no sabían lo que hacían, creyendo que aún había tiempo, y que otros, si volteaban la mirada, harían algo por ellos. Nadie hizo nada. Ahora tiempo es todo lo que sobra, y está cubierto de polvo  como nosotros

Los primeros cambios se dieron en la organización de las ciudades. Cuando el hambre era ya evidente las prioridades cambiaron. Todos comenzaron a discutir la importancia de las autoridades, que, sin proveer comida o agua, restringían la búsqueda de estas. Sin ningún congreso, sin ningún plenario o votación, la población rechazó a las autoridades. Alguien sugirió que se transfiriera el poder a los faquires, y que ellos gobernaran, por ser dignos de una actitud asceta que les permitía pasar largas temporadas sin ingerir alimentos. Si alguien era capaz de evitar que el hambre nos atrapara serían ellos. Pero teníamos demasiados faquires, y resulta que los faquires después de todo también comen.

Comenzó la anarquía y el hambre nos llevó al caos. No me confundan, niños, digo “nos llevó al caos”  pero ustedes no hicieron nada, fueron ellos, los otros, los de entonces. Los más fuertes se adueñaron de lo que había, del agua y provisiones de las ciudades. Pero lo que había era finito, tenía límites. Y cuando las reservas también se acabaron, la desesperación creció. Fue entonces cuando regresamos a nuestras formas primitivas, la del hermano cazador y la del hermano recolector. Escapamos de las ciudades y regresamos al campo, a lo que aún quedaba de los bosques. ¿Ustedes recuerdan, niños, las fotos de los bosques que en las noches de fogata les mostramos? Eran grandes, o no tan grandes, pero eran. Les dije que el hambre nos llevó al caos, pero ahora pienso que es todo lo contrario: en nosotros siempre estuvo el caos que nos trajo al hambre.

El hambre que tienen es hosca, lo sé, pero deben escucharme. Cuando las ciudades sucumbieron y los bosques eran nuestros refugios la organización cambió. Ni presidentes ni alcaldes, ni límites entre ciudades. Nos formamos en manadas, como animales salvajes, y comenzamos a deambular errantemente, cada una con un guía o persona alfa. Nuestra naturaleza primitiva resurgió. Con el éxodo, los edificios se convirtieron en ruinas, depósitos de concreto demasiado lejos de donde podíamos encontrar algo que comer. Elementos que considerábamos indispensables se convirtieron en chatarra y fueron olvidados, pendientes todos de satisfacer la necesidad básica: comer. Con el caos y el hambre, no había teléfonos o Internet, a nadie le importaba qué ropas llevaras encima o la marca de tus zapatos. Lo básico: comer. Supongo, niños, que ustedes comprenden esto que les digo. En los bosques, cuando todavía había bosques, o en los campos, cuando todavía había campos, fuimos poco a poco encontrando otro modo de vida, uno más simple pero efectivo. Cazábamos, o recolectábamos, o recuperábamos, cuando todavía era posible recuperar provisiones olvidadas, y todo lo logrado se repartía entre todos. Fuimos más eficientes, más justos, fuimos un poco felices. Así sobrevivimos varios años, como insectos que a los lejos divisan una luz y van directo a ella, esperando sea verdadera. Pero antes del hambre ya habíamos descuidado el campo. Ya el hambre se había instalado fuera de las ciudades, pero en las ciudades no lo sabíamos, o no nos importaba. Ya el hambre se había apropiado de nosotros, incluso antes que ella llegara. Y lo poco que había aquí afuera mermó.

Algunas manadas nos reencontramos, perplejos de la aridez absoluta. No encontrábamos animales para cazar y la tierra solo producía tierra. Para aquel entonces el Abuelo ya era padre, y temía por sus hijos. El polvo apareció de la nada, como una lluvia fantasmagórica que cayó de lanada. Neblina perpetua de tierra que impedía las expediciones, si bien sabíamos que detrás de ella no encontraríamos nada. Poco a poco comenzaron a morir hermanos nuestros, por el hambre.

Alguien, en medio de aquel panorama desolador, tuvo la idea que los muertos podían traer vida. A la mayoría les resultó repulsiva esta idea. Otros argumentaron, Libro en mano, que las escrituras mencionan al Profeta invitando a comer el cuerpo de su cuerpo, y comer el cuerpo de un hombre, cualquier hombre, hecho indiscutiblemente a semejanza de su Padre, y por tanto, cuerpo del Profeta también, no iba en contra de ningún código moral o religioso. Y otra vez regresamos a otro estado primitivo, de comernos a nosotros mismos.

Por pudor absurdo, no se devoraba a los muertos de la misma manada, sino de otras. Éramos suficientes manadas, y todas establecidas en áreas no tan lejanas, que cuando alguien enfermaba corríamos a dar a aviso a la otra manada, desde donde nos informaban si ellos también tenían algún proyecto en camino. Las manadas que primero tuvieran proyectos listos intercambiaban entre sí. Sí, les llamábamos proyectos, pero era comida. Yo sé, niños, esto para ustedes es ordinario y les estoy aburriendo, pero hoy es noche de fogata. La subsistencia a base de proyectos, o canibalismo, trajo problemas evidentes. Nadie se preocupaba por los demás de hecho, procurábamos que el prójimo se enfermara, porque eso garantizaba que la otra manada nos proveyera de comida. Pero las manadas fueron reduciéndose, al punto que cada una ya no era de treinta o cincuenta miembros, sino de diez, de doce. Alguna vez aparecía un nicho donde encontrábamos buena tierra, o provisiones vencidas que, después de todo, comíamos desesperados. Pero el caos nos tornó en bestias, y, aterrorizados, abolimos los proyectos. La alternativa fue caminar por los caminos que alguna vez fueron ríos, rezando por encontrar cualquier cosa comible. El estómago ya estaba acostumbrado a comer lo que fuera; y lo que antes era basura, ahora era comida. El tiempo se dejó de medir como antes, como hacían los de entonces. Ya no importa si es viernes, o lunes, o si es trece de mayo o diez de enero. Ahora importa cuántos días han pasado desde la última vez que comimos debidamente. Y contamos así dos días, cinco días, doce días, veinte días, y si llega al mes, y no hemos ingerido la comida justa, hacemos noches de fogata, y recordamos cómo empezó todo, aunque ya nadie recuerde cuándo comenzó el hambre.

Recordamos cómo comenzó todo, para que ustedes, nuestros hijos, les cuenten a los hijos de nuestros hijos nuestra historia, porque nosotros tenemos que partir. Cada proyecto provee de comida a diez personas, y nuestra manada tiene veinte. ¿Recuerdan cómo el Abuelo cuenta de su lucha con una bestia salvaje que le arrancó el brazo? La bestia salvaje fui yo, desesperado porque ustedes comieran algo. Así descubrimos lo primitivo de nuestra naturaleza. Hoy es noche de fogata y debemos hacer lo que debemos hacer. Hace unos minutos hicimos la rifa, y el Abuelo y yo tenemos que partir, por ustedes.


Cuando lleguen a viejos, respetarán la piedra, si es que llegan a viejos, si es que entonces quedó alguna piedra. Aunque nadie recuerde cómo comenzó el hambre, ustedes contarán la historia.

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